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Cuento I – El conde Lucanor – El rey y el ministro

[Cuento - Texto completo.]

Juan Manuel

De lo que aconteció al rey con un ministro suyo

Acaeció una vez que el conde Lucanor estaba hablando en secreto con Patronio, su consejero, y le dijo:

–Patronio, a mí me acaeció que un gran hombre y muy honrado y muy poderoso y que da a entender que es algo mi amigo, me dijo pocos días ha, en muy gran secreto, que por algunas cosas que le habían acaecido, que era su voluntad partirse de esta tierra y no tornar a ella de ninguna manera; y por el amor y la gran confianza que en mí tenía, que me quería dejar toda su tierra: lo uno vendido y lo otro encomendado. Y pues esto quiere, paréceme muy gran honra y gran aprovechamiento para mí. Y vos decidme y aconsejadme lo que os parece en este hecho.

–Señor conde Lucanor –dijo Patronio–, bien entiendo que el mi consejo no os hace gran mengua, pero pues vuestra voluntad es que os diga lo que en esto entiendo, y os aconseje sobre ello, lo haré luego. Primeramente, os digo que esto que os dijo aquel que pensáis que es vuestro amigo, lo hizo para probaros. Y parece que os aconteció con él como aconteció a un rey con un su ministro.

El conde Lucanor le rogó que le dijese cómo había sido aquello.

–Señor –dijo Patronio–, un rey hubo que tenía un ministro en quien se fiaba mucho. Y porque no puede ser que los hombres que alguna bienandanza tienen, que algunos otros no tengan envidia de ellos, por la privanza y bienandanza que aquel su ministro tenía, otros ministros de aquel rey tenían muy gran envidia y se esforzaban en buscarle mal con el rey, su señor. Y comoquiera que muchas razones le dijeron, nunca pudieron arreglar con el rey que le hiciese ningún mal, ni aun que tomase sospecha o duda de él ni de su servicio. Y desde que vieron que por otra manera no podían acabar lo que querían hacer, le hicieron entender al rey que aquel su ministro se esforzaba en disponer las cosas para que él muriese; y que un hijo pequeño que el rey tenía, que quedase en su poder; y desde que él hubiese apoderado de la tierra, que arreglaría cómo muriese el mozo y que quedaría él como señor de la tierra. Y comoquiera que hasta entonces no habían podido poner en ninguna duda al rey contra aquel su privado, desde que esto le dijeron, no pudo sufrir el corazón que no tomase de él recelo. Porque en las cosas en que hay tan gran mal, que no se pueden remediar si se hacen, ningún hombre cuerdo debe esperar de ello la prueba. Y por ende, desde que el rey fue caído en esta duda y sospecha, estaba con gran recelo, pero no se quiso mover a ninguna cosa contra aquel su ministro, hasta que de esto supiese alguna verdad.

Y aquellos otros que buscaban mal a aquel su ministro le dijeron de una manera muy engañosa cómo podría probar que era verdad aquello que ellos decían, e informaron bien al rey sobre una manera engañosa, según adelante oiréis, cómo hablase con aquel su ministro. Y el rey puso en su corazón hacerlo e hízolo.

Y estando, al cabo de algunos días, el rey hablando con aquel su ministro, entre muchos otros asuntos de que hablaron, le comenzó un poco a dar a entender que se despegaba mucho de la vida de este mundo y que le parecía que todo era vanidad. Y entonces no le dijo más. Y después, al cabo de algunos días, hablando otra vez solos con aquel su ministro, dándole a entender que sobre otro asunto comenzaba aquella charla, tornole a decir que cada día se pegaba menos de la vida de este mundo y de las costumbres que en él veía. Y esta razón le dijo tantos días y tantas veces hasta que el ministro entendió que el rey no tomaba ningún placer en las honras, ni en las riquezas, ni en ninguna cosa de los bienes ni de los placeres que en este mundo había. Y desde que el rey entendió que aquel su ministro había comprendido bien aquella intención suya, díjole un día que había pensado en dejar el mundo e irse desterrado a tierra en donde no fuese conocido, y buscar algún lugar extraño y muy apartado en el cual hiciese penitencia de sus pecados. Y que, de aquella manera, pensaba que tendría Dios merced de él y que podría obtener la su gracia por la cual ganase la gloria del Paraíso.

Cuando el ministro del rey esto le oyó decir, se lo afeó mucho diciéndole muchas razones por las cuales no lo debía hacer. Y entre otras razones le dijo que si esto hiciese, que haría muy gran deservicio a Dios en dejar tantas gentes como tenía en el su reino que tenía él bien mantenidas en paz y en justicia, y que estaba seguro de que luego que de allí se partiese, que habría entre ellos muy gran bullicio y muy grandes contiendas de las cuales tomaría Dios muy gran deservicio y la tierra muy gran daño, y aun cuando por todo esto no lo dejase, que lo debía dejar por la reina, su mujer, y por su hijo muy pequeñuelo que dejaba: que estaba seguro de que estarían en muy gran riesgo tanto de los cuerpos como de la hacienda.

Y a esto respondió el rey que antes que él decidiese de todos modos partirse de aquella tierra, había pensado él la manera cómo dejaría a recaudo su tierra para que su mujer y su hijo fuesen servidos y toda su tierra guardada; y que la manera era ésta: que bien sabía el ministro que el rey le había criado y le había hecho mucho bien y que le había hallado siempre leal y que le había servido muy bien y muy derechamente; y que por estas razones fiaba en él más que en otro hombre del mundo, y que tenía por bien dejar a la mujer y al hijo en su poder, y entregarle y apoderarle de todas las fortalezas y lugares del reino para que ninguno pudiese hacer ninguna cosa que fuese en deservicio de su hijo; y si el rey tornase después de algún tiempo, que estaba cierto de que hallaría bien cuidado todo lo que dejase en su poder; y si por ventura muriese, que estaba cierto de que serviría muy bien a la reina, su mujer, y de que criaría muy bien a su hijo, y que le tendría muy bien guardado el su reino hasta que tuviese edad y lo pudiese muy bien gobernar; y así, de esta manera, tenía que dejaba a recaudo toda su hacienda.

Cuando el ministro oyó decir al rey que quería dejar en su poder el reino y el hijo, comoquiera que no lo dio a entender plúgole mucho de corazón, entendiendo que pues todo quedaba en su poder, que podría obrar en ello como quisiese.

Este ministro tenía en su casa un su cautivo que era hombre muy sabio y muy gran filósofo. Y todas las cosas que aquel ministro del rey había de hacer, y los consejos que le había de dar, todo lo hacía por consejo de aquel su cautivo que tenía en casa.

Y luego que el privado se partió del rey, se fue donde su cautivo y contóle todo lo que le había acontecido con el rey, dándole a entender, con muy gran placer y muy gran alegría, cuán de buena ventura era, pues el rey le quería dejar todo el reino y a su hijo en su poder.

Cuando el filósofo, que estaba cautivo, oyó decir a su señor todo lo que había pasado con el rey, y cómo el rey había entendido que él quería tomar bajo su poder a su hijo y el reino, entendió que era caído en un gran yerro y comenzole a denostar muy fuertemente y díjole que estuviese seguro de que estaba en muy gran peligro para el cuerpo y para toda su hacienda: porque todo aquello que el rey le había dicho, no había sido porque el rey tuviese voluntad de hacerlo, sino que algunos que le querían mal habían convenido con el rey que le dijese aquellas razones para probarle; y pues había entendido el rey que le placía, que estuviese seguro de que tenía el cuerpo y su hacienda en muy gran peligro.

Cuando el ministro oyó aquellas razones estuvo en muy gran cuita porque entendió verdaderamente que todo era así como aquel su cautivo le había dicho. Y desde que aquel sabio que tenía en su casa le vio en tan gran cuita, aconsejole que optase una manera por la cual podría escapar de aquel peligro en que estaba.

Y la manera fue ésta: luego, aquella noche hízose raer la cabeza y la barba, y buscó una vestidura muy mala y toda despedazada, tal cual la suelen traer estos hombres que andan pidiendo las limosnas andando en sus romerías, y un bordón y unos zapatos rotos y bien herrados. Y metió entre las costuras de aquellos pedazos de su vestidura una gran cuantía de doblas. Y antes de que amaneciese fuese para la puerta del rey, y dijo a un portero que allí halló que dijese al rey que se levantase para que se pudiesen ir antes de que la gente despertase, porque él allí estaba esperando, y mandole que lo dijese al rey en gran secreto. Y el portero quedó muy maravillado cuando le vio venir de tal manera, y entró donde el rey y díjoselo así como aquel su ministro le había mandado. De esto se maravilló mucho el rey, y mandó que le dejase entrar.

Desde que lo vio como venía, preguntóle por qué había hecho aquello. El ministro le dijo que bien sabía cómo le había dicho que se quería ir desterrado, y pues él así lo quería hacer, que nunca quisiese Dios que él desconociese cuánto bien le había hecho; y que así como de la honra y del bien que el rey había tenido había tomado muy gran parte, que así era muy gran razón que de la laceria y del destierro que el rey quería tomar, que él igualmente tomase su parte. Y que pues el rey no se dolía de su mujer y de su hijo y del reino y de lo que acá dejaba, que no era razón que se doliese él de lo suyo: y que iría con él y que le serviría de manera que ningún hombre lo pudiese saber; y que aun llevaba para él tanto haber metido en aquella vestidura que abundaría asaz para toda su vida, y que pues de irse habían, que se fuesen antes de que pudiesen ser conocidos.

Cuando el rey entendió todas aquellas cosas que aquel su ministro le decía, tuvo que se lo decía todo con lealtad y agradecióselo mucho, y contole toda la manera cómo había de ser engañado y que todo aquello lo había hecho el rey para probarlo. Y así, habría aquel ministro de ser engañado por mala codicia, y quísole Dios guardar, y fue guardado por el consejo del sabio que tenía cautivo en su casa.

Y vos, señor conde Lucanor, es menester que os guardéis, no seáis engañado por éste que tenéis por amigo; porque seguro estad que esto que os dijo que no lo hizo sino para probar qué es lo que tenía en vos. Y conviene que de tal manera habléis con él, que entienda que queréis todo su pro y su honra, y que no tenéis codicia de ninguna cosa de lo suyo; porque si el hombre no guarda a su amigo, no puede durar entre ellos el amor largamente. El conde se tuvo por bien aconsejado con el consejo de Patronio, su consejero, e hízolo como él le había aconsejado y se halló en ello bien.

Y entendiendo don Juan que estos ejemplos eran muy buenos, los hizo escribir en este libro, e hizo estos versos en que se pone la sentencia de los ejemplos. Y los versos dicen así:

No os engañéis ni creáis que, como donado,
hace ningún hombre por otro su daño de grado.

Y otros dicen así:

Por la piedad de Dios y por el buen consejo
sale el hombre de cuita y cumple su deseo.



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